Muchas veces me pasa que tengo escenas dando vueltas en la cabeza, ideas o fragmentos que no alcanzo a terminar de encajar para escribir un cuento, o que empiezo a volcar sobre el papel y con el correr de los días se desacelera o simplemente no avanza.
Como uno de los tantos lectores constantes del genial Stephen King, me tope hace unos días con el cuento «Batman y Robín» tienen un altercado, del libro «El Bazar de los malos sueños» en el cual el maestro del terror nos cuenta en la previa, como funciona su forma de ver las cosas para contar una historia, y realmente creo que como ejemplo es más que valido.
Sin más les transcribo los tres párrafos, recomendando la lectura del cuento, que a mi modo de ver alcanza una empatía singular.
«A veces un cuento llega completo: un todo ya hecho. Pero normalmente se me ocurren en dos partes: primero la taza, luego el asa. Como el asa puede tardar semanas, meses o incluso años en presentarse, en el fondo de la cabeza tengo una cajita llena de tazas inacabadas, protegidas todas ellas con ese material de embalaje mental único que llamamos memoria. Es imposible ir en busca de un asa, por hermosa que sea la taza; hay que esperar a que aparezca. Soy consciente de que esta metáfora da pena, pero casi ninguna se salva cuando pretendemos describir ese proceso conocido como escritura creativa. He escrito narrativa toda mi vida y ni siquiera ahora comprendo apenas la mecánica del proceso. Aunque, claro está, tampoco entiendo cómo me funciona el hígado, pero mientras siga haciendo su trabajo me doy por contento.
Hace unos seis años, en un cruce muy transitado de Sarasota, presencié una situación que no acabó en colisión por muy poco. Un conductor temerario intentó colar su camioneta bigfoot —una de esas con ruedas enormes— en un carril de giro obligatorio a la izquierda que ya había ocupado otra camioneta bigfoot. El conductor cuyo espacio estaba siendo invadido dio un bocinazo, se produjo el previsible chirrido de frenos, y los dos mastodontes chupacombustible terminaron a escasos centímetros el uno del otro. El hombre situado en el carril de giro obligatorio bajó el cristal de la ventanilla y apuntó el dedo corazón hacia el cielo azul de Florida en un saludo que es tan norteamericano como el béisbol. El individuo que casi lo había embestido le devolvió el gesto, acompañado de una palmada en el pecho a lo Tarzán que supuestamente significaba: ¿Quieres pelea? A continuación el semáforo se puso en verde, otros automovilistas tocaron el claxon, y los dos siguieron su camino sin enfrentamiento físico. El incidente me llevó a pensar qué habría ocurrido si los dos conductores hubiesen abandonado sus vehículos y empezado a resolver sus diferencias a puñetazos allí en Tamiami Trail. No era descabellado imaginarlo: los arrebatos de ira al volante son un fenómeno habitual. Por desgracia, «fenómeno habitual» no es la receta idónea para un buen cuento. Aun así, aquella colisión que no llegó a producirse por muy poco se me quedó grabada. Era una taza sin asa.
Al cabo de un año o poco más, mientras comía en un Applebee’s con mi mujer, vi a un hombre ya cincuentón trocear el filete ruso a un anciano. Lo hacía con sumo cuidado, y entretanto el anciano, inexpresivo, mantenía la mirada fija en algún punto por encima de su cabeza. En cierto momento el viejo pareció volver un poco al mundo e intentó coger los cubiertos, cabe suponer que para ocuparse él mismo de su comida. El hombre de menor edad sonrió y movió la cabeza en un gesto de negación. El anciano desistió y volvió a quedarse con la mirada perdida. Decidí que eran padre e hijo, y ahí estaba: el asa para mi taza del arrebato de ira al volante.”