El comedor de casa, debe tener unos cinco metros de largo por unos cuatro y monedas de ancho, medidas relativamente estándar para un departamento de su clase. Sin embargo, su nota más sobresaliente y que realmente enamora, es su altura. Cuatro metros con setenta y cinco centímetros del piso al techo. Un espacio realmente difícil de encontrar por estos días en construcciones modernas, que se traduce en una verdadera bendición durante las calurosas noches de verano porteño.
Viendo en perspectiva, el lugar parece un gran cubo y para completar la descripción, debo agregar, que en la última y única remodelación que se hizo, la arquitecta -con dudoso buen gusto- sugirió jugar con los colores para dar una sensación de techos más bajos. La paleta entonces quedó así definida: oscuro para el cielo raso, en este caso un bordeaux apagado y para las paredes un blanco sufrido con lo cual se buscó generar una sensación de recinto apaisado.
Por otro lado, y de ahí mis objeciones, la hermosa lámpara de vidrios trabajados que alguna vez engalano el salón, fue sustituida por un impersonal spot de tres luces que posteriormente fue reemplazado por un práctico ventilador.
Pero claro, eran los comienzos de los 90’, el auge de los productos importados y las ganas de mi madre por renovar la casa de toda la vida, hizo que aceptáramos el cambio sin demasiadas cuestiones.
Aproximadamente a un metro y medio del centro del techo, en dirección a la ventana, un círculo perfecto se hunde unos milímetros en el yeso, dejando a la vista un evidente contraste de colores, lo cual magnifica su verdadero tamaño.
Una pequeña marca de no más de cuatro centímetros de diámetro, que de no ser por la considerable altura de su ubicación, el hecho que rellenarlo conllevaría la titánica tarea de pintar todo el cielo raso de nuevo y mi cuestionable pericia en el tema, no habría perdurado dos veranos seguidos.
Recuerdo aquella noche como si fuera hoy, 31 de diciembre de 1994. Una época del año bastante tediosa de sobrellevar en sí misma sin una buena compañía y en nuestro caso, la base familiar siempre era igual: mi madre, mi hermana, y yo.
Aprovechando entonces esos aires de recambio, a mi vieja se le ocurrió invitar a una pareja de vecinos, a despedir el año y recibir al que sigue con la firme convicción que el próximo sería mucho mejor. De este modo, terminaron viniendo Aida del tercer piso, y su marido Antonio, un entrañable italiano que había combatido contra el régimen del mismo Mussolini allá por la década del treinta.
Tony, como lo llamábamos todos, era un hombre encantador, con una gran sonrisa y un acento que el paso de los años no había logrado hacer mella. Con un amigo en cada rincón, ese día no podía ser la excepción, y amablemente nos preguntó si podía unirse al festejo un compañero piloto que de casualidad estaba en Argentina.
Fiel a los principios de la familia, donde comen dos comen tres, así que no hubo ningún reparo en poner una silla y un plato extra.
La velada transcurrió amena y cordial, entre historias y copas que hizo muy llevadera la habitual espera de las doce, momento en el que se produce el cambio de la noche vieja por la nueva. Exagerados como siempre, en casa no faltó comida ni bebida, con lo cual podrían haber concurrido seis personas más que ninguno hubiera quedado insatisfecho.
El amigo de Tony se sintió a gusto, y como atención para nosotros, decidió abrir el mismo la botella de Prosecco que de su tierra había traído para la ocasión.
Honestamente no recuerdo el nombre, ni su sabor, solo el sonido de la explosión del corcho al salir despedido al espacio exterior cual misión del Apolo XIII, su impacto seco contra el techo, y el rebote casi inmediato sobre la mesa que puso fin al derrotero del brutal alcornoque junto al panettone o pan dulce.
Calculo que sedados por la ingesta alcohólica, y agradecidos con risas nerviosas de no formar parte de las habituales listas de heridos oculares durante los festejos, nadie reparó en el buraco que dejó el tapón en su ascendente carrera a diez metros por segundo contra el cielo raso y por suerte la cosa no pasó de la anécdota.
Veinte años más tarde, aquella cicatriz en el techo sigue inmutable en el mismo lugar. Resulta curioso, ya que desde el sillón, cada vez que uno alza la cabeza y mira hacia arriba buscando esas respuestas trascendentales, la vista se dirige casi sin quererlo hacia ese punto. No voy a decir que ejerce una suerte de mágica atracción, sino que la mente suele ser vaga, y cualquier distracción ayuda a no pensar en las cosas que más lo necesitan.
Honestamente, a la distancia, no podría haber dimensionado cómo esa marca en el techo habría de trascender en el tiempo enlazando los recuerdos de aquella noche de verano, y traerlos al presente con tan solo mirarla. Resulta inevitable, no pensar inmediatamente en quienes ya no están o hacer un fugaz repaso de los años transcurridos desde aquel emotivo momento, y siendo aún más reflexivo, a preguntarme casi de forma inmediata, que otras cicatrices me rodean, y en cuales pude haber participado.
Es decir, que señales habré dejado con mis acciones o mis palabras, que quizás no sean tan evidentes, y que sus consecuencias en el tiempo resultan desconocidas.
Siento así, que a diario pudimos haber dejada pequeñas huellas en el camino, que en el momento tal vez no significaron mucho o que simplemente resulta incalculable su magnitud hoy, pero que en el futuro podrían constituir la base de un lindo o triste recuerdo cuyos ecos se extenderán en el tiempo como la piedra que se arroja en el lago.
Es allí, cuando se advierte la importancia de las pequeñas cosas, como fue esa hendidura en el techo, que se transformó en el vehículo de un agradable recuerdo, ya que al contemplarla no puedo evitar sonreir, casi escuchando la voz de mi madre, protestando contra el tano asesino que atentó contra el techo.
Casi parece una obviedad entonces decir que no se puede borrar ni cambiar el pasado, sino que se debe aceptar y elegir la forma menos dolorosa de convivir con él, pero por sobre todas las cosas, comprendo que para alcanzar algo de paz, debemos poner nuestro esfuerzo en la manera recta de transitar la vida, buscando que nuestras acciones, si resultan significativas para dejar una cicatriz puedan evocar el más dulce recuerdo al que la memoria vaya en su búsqueda cuando las fuerzas decaigan.
Al fin y al cabo, eso es trascender.
FIN