El destino es como un toro. Un miura de lidia que te sigue a todas partes como una robusta e inevitable sombra de la cual no podrás huir indefinidamente.
Tarde o temprano, esa bestia de seiscientos noventa y seis kilos te alcanzará y hará lo que mejor sabe hacer. Embestir.
Cuando eso pase, y te aseguro que sucederá, lo único que podrá ayudarte a capear el temporal es esa vieja tela de encendidos colores rosa y amarillo que espero hayas sabido lograr.
Así, enfrentar o aceptar el mortal varetazo serán tus dos únicas opciones.
En ese momento, te encontrarás parado en medio de la arena vestido con el traje de luces, aferrando el capote con tus dos manos, invitando con suaves movimientos a que ese toro avisado se decida a buscarlo con sus cuernos una y otra vez con la esperanza que el viaje no te alcance.
En el encuentro no habrá último tercio, ni tendrás muleta, estoque o asistentes. A diferencia de una corrida, las ventajas no serán para ti.
Quizás la fortuna o tu habilidad para realizar cada una de las suertes aprendidas, permítan estirar ese tiempo, en el cual el destino, enfundado en cuatro patas, no encuentre inmediatamente el final. En esos breves momentos, te sentirás vivo abanicando a esa bestia y querrás dar la vuelta esperando la recompensa de merecidos aplausos o brindar con esa persona que encienda tu fuego. De corazón, te deseo exito.
En mi caso, esta noche sé que la faena llegó a su fin. Es que aguantar dejó de tener sentido, el momento en que buscando tu rostro en la multitud, advertí con amargo dolor que ya no estabas.