Quince huevos, eso era lo que llevaba la tortilla que preparaba Don Anselmo todos los domingos. Una bestia amarilla de papas, cebollas doradas en aceite de oliva y algunas que otros rodajas de chorizo colorado.
Si bien, esta receta distaba de la tradicional que había aprendido de su padre, y éste del suyo, se había aggiornado al paladar local.
Los primeros lunes de cada mes, cerca del mediodía, después de cobrar la jubilación en el Banco Galicia ubicado en la esquina de la tradicional Florida y Leandro Alem, emprendía el regreso cuesta arriba por la primera de las calles mencionada hasta su departamento en el Kavanagh.
De buena familia y contador de profesión, Anselmo había pasado casi toda su vida en ese edificio. Ahora, viudo y retirado, transcurría la mayoría de sus días jugando a la baraja con los amigos del club Español.
El gallego, fuerte como un toro, a sus 63 años, nunca se había hecho un control médico. Más bien petiso y algo morrudo jamás pisó un hospital, ni necesito una pastilla para dormir o levantarse. Comer bien y descansar cuando el cuerpo lo pide, solía repetir cada vez que le preguntaban de dónde sacaba las fuerzas, ese era el secreto de su estirada juventud.
Aquel cuatro de mayo, el trámite demoró más de lo habitual. Alrededor de las dos de la tarde llegó a su casa famélico y malhumorado contento de tener preparado el almuerzo. Sonrió al recordar las palabras de su abuela: “la tortilla de patatas siempre sabe mejor al día siguiente.” Una de esas afirmaciones absolutas, sin ningún rigor científico, que para él siempre fueron verdades universales.
Así, media tortilla acompañada de pan untado con tomate fresco, un poco de jamón y para digerir el “frugal” picoteo, una botella de vino tinto, un Marqués de Riscal.
El gran final lo recibió en la pequeña terraza contigua al salón principal, rodeado de sus queridas plantas. Un puro y dos chupitos de Orujo, uno por él y otro por doña Florinda su única esposa. Si hubiera que señalar un momento y lugar en el mundo de Anselmo, definitivamente este era uno de ellos.
Lentamente, apoyando una mano sobre su rodilla cansada y otra sobre el pecho, se dejó caer con aplomo sobre el banco de madera donde solían contemplar el transcurrir del tiempo.
Allí en un otoño bastante agradecido, cobijado por los cálidos rayos del sol, entre profundas caladas, se perdió entre los entrañables recuerdos de A Coruña.
Su mente evocaba aquellos inmensos bosques de pinos y eucaliptos, entreverados entre sí, conformando una variedad de tonos verdes profundos con su singular olor a humedad y vegetación. La imponente torre de Hércules cuyo faro alertaba a descuidados navíos de su proximidad con la costa el cual solía visitar de chaval en compañía de sus padres. Por último la mar. Esa extensión de agua que se perdía hasta los confines del horizonte conocido.
Sin percatarse la morriña se había hecho presente, sorprendiendo y envolviendo a un desprevenido Anselmo a quien tomó de la mano, para acompañarlo por pasajes de su memoria que hacía tiempo no transitaba con esa intensidad.
Algo rompió su ensoñación, una suave brisa o aleteo pareció quebrar su concentración.
Un pequeño búho apalancado sobre el respaldo de la silla contemplaba el atardecer a su lado, como si fueran pasajeros de un mismo tren.
Anselmo, entreabrió los ojos y rápidamente reconoció al rapaz de hermoso emplumado. Lejos de sorprenderse pareció agradecido con la compañía.
- ¡Hera!, ¿pero qué haces tú aquí?, ¿me quieres decir cómo te las apañaste para llegar?
La pequeña lechuza giró su cabeza en dirección a la voz de Anselmo sin mostrar ningún temor, exponiendo sus ojos azules hacia un desconcertado interlocutor.
Claro que Anselmo conocía a Hera, la mascota de su extravagante vecina del piso 14. El pobre animal sufre una degeneración de sus córneas las cuales producen ese color profundo, y si al envejecimiento ocular sumamos unas diminutas manchas blancas de los pigmentos propios de la sangre, el resultado es una imagen única similar a las que de alguna galaxia remota podría mostrar el telescopio espacial Hubble. Una suerte de mapa interestelar diminuto y hermoso de apreciar, aunque Hera, no puede disfrutar, ya que es la causa de su permanente ceguera.
Anselmo meneaba la cabeza risueño mientras daba una profunda calada al cigarro apagado, tratando de imaginar el derrotero que el alado pudo haber efectuado para llegar justo a su lado y lo que parecía más complicado, cómo capturar al emplumado visitante para llevarlo con su dueña. Estaba claro, que en esas condiciones, Hera sería presa fácil de cualquier depredador y que no podría sobrevivir afuera por mucho tiempo.
Antes que el frío calara por completo los huesos del cansado hombre, se reclinó con esfuerzo hacia adelante y un dolor en el pecho se hizo más profundo, como si un clavo helado le estuviera atravesando el mismo corazón.
El habano cayó al suelo y de forma simultánea su rodilla encontraba el mismo destino.
La vista se nubló y supo inmediatamente lo que le estaba sucediendo. El primer pensamiento que cruzó por su mente fue tratar de llegar al teléfono y pedir ayuda.
Extendió con esfuerzo su brazo, y al abrir sus ojos constató con sorpresa que sus manos fueron suplantadas por brillantes plumas de un color gris plomizo.
Presa de un algún tipo de delirio, intentó reponerse y sacudir sus brazos, advirtiendo de un modo etéreo, asincrónico, como movía suavemente unas extensas alas.
Para su total desconcierto inclinó su cabeza y pudo verse genuflexo sobre el suelo, respirando con dificultad, sin poder incorporarse. Sus ojos abiertos no parpadeaban mientras que pesadas gotas de sudor caían desde su frente.
Asustado abrió su boca intentando pronunciar alguna palabra, sin embargo ningún sonido reconocible salió de su garganta. Al borde de colapsar su frágil cordura intentó extender sus piernas, pero los movimientos que pensó realizó eran pasos cortitos, ligeramente acompasados, balanceándose de lado como la primera vez que se emborrachó en su pueblo natal.
Una inexplicable sensación de paz e ingravidez, lo sobrecogió de inmediato. El miedo interno fue desplazada por una infinita curiosidad.
Giró su cabeza, hacia un lado y descubrió con sorpresa divertida como podía recorrer sin ningún esfuerzo los cuatro puntos cardinales de su balcón como el mismo faro del gran Hércules. Mientras que Anselmo, a un costado, gateaba entre ahogados graznidos con visible dificultad.
Alzó la vista en el momento que una suave brisa acariciaba las paredes de hormigón, y sintió la necesidad de batir sus alas con firmeza, logrando cada vez más ritmo. Casi sin darse cuenta, empezó a ganar altura, notando como el suelo se alejaba de sus ahora pequeñas patas que colgaban inertes con cierta gracia. La figura de aquel hombre, yacía ahora recostada sobre el suelo con serena expresión en un regordete rostro sin arrugas.
Súbitamente los sonidos se intensificaron, y por un breve instante pudo ver las copas verdes de los árboles, los rayos del sol que se filtraban a través de ellos, y un poco más atrás, un marrón Río de la Plata, que algunas millas más allá se funde con la inmensidad del océano, con la mar.
Unos segundos más tarde, que tranquilamente podrían haber sido una vida, sus patas se posaron sobre la baranda del balcón de su casa.
En los ojos de Hera, una nueva estrella se agregaba a su universo individual.
Anselmo, finalmente tras una ligera exhalación cerró los ojos, y ella volvió a la oscuridad.
FIN